El último banquete en el mar del Norte
El mar del Norte no perdona, pero el Gobierno Británico tampoco.
A las tres de la madrugada, las aguas negras golpeaban el casco oxidado del MV Caroline como si fueran puños de gigantes intentando derribar una puerta. El viejo arrastrero, reconvertido en fortaleza flotante, crujía bajo la embestida de una tormenta que parecía enviada por el mismísimo Parlamento. Pero el verdadero peligro no eran las olas de seis metros. El verdadero peligro era la silueta gris, afilada y silenciosa que había aparecido en el radar hacía menos de una hora: un destructor de la Royal Navy.
Julian "El Lobo" Black se pasó una mano por la cara, frotándose los ojos enrojecidos por la falta de sueño y el exceso de nicotina. Desde la cabina de transmisión, veía las luces de búsqueda del buque de guerra barriendo la niebla, acercándose cada vez más.
—Se acabó el juego, Julian —dijo Kat, entrando en la cabina con dos tazas de café que temblaban en sus manos—. Han cruzado la línea de las tres millas. Ya no les importa la jurisdicción internacional.
Julian miró por la ventana salpicada de salitre. Tenía razón. Durante años, barcos como el suyo habían burlado la ley emitiendo desde aguas internacionales. Eran los años de la radio pirata, la única válvula de escape para una juventud que se asfixiaba. Mientras la BBC, controlada por hombres grises de trajes almidonados, racionaba el pop inofensivo en dosis de media hora, los piratas les daban lo que realmente querían: rock and roll, sucio, libre y las veinticuatro horas del día.
Pero el verano del amor se había podrido. El gobierno había aprobado la "Ley de Delitos de Radiodifusión Marina". De golpe, suministrar comida, combustible o incluso música a barcos como el MV Caroline se había convertido en un crimen penado con cárcel. Habían asfixiado a la competencia, hundido las otras estaciones, cortado los suministros y silenciado las voces libres. Solo quedaban ellos. La Playlist del Yeyo. Eran el último bastión. Un grano purulento en el culo de la moralidad británica.
—Nos persiguen como si lleváramos armas nucleares, Kat —murmuró Julian, encendiendo otro cigarrillo con el que ya tenía en la boca—. Y todo porque nos atrevemos a poner discos que no hablan de tomar el té con la abuela. Tienen miedo.
—Tienen órdenes de abordaje, Julian. Dicen que somos una amenaza para la seguridad nacional. Dicen que corrompemos a la juventud.
—¿Corromper? —Julian soltó una risa amarga y miró la caja de cartón sin marcar que había llegado de contrabando esa misma tarde, escondida entre cajas de latas de alubias—. No, cariño. Lo que hacemos es despertarles. Y esta noche... esta noche les vamos a dar una última lección antes de que nos corten los cables.
Se ajustó los auriculares. Le temblaban las manos, pero no por el frío, ni por el miedo a la cárcel que le esperaba en tierra firme. Le temblaban por lo que sostenía entre sus dedos manchados de tinta. Le había llegado esa misma tarde. Un vinilo de prueba, un acetato sin etiquetas, robado directamente de las oficinas de Decca en Londres antes de que los censores pudieran meterle mano.
—Atención, bastardos, inadaptados y noctámbulos —dijo Julian al micrófono, su voz ronca acariciando las ondas de radio que llegaban hasta la costa, colándose en los dormitorios de miles de adolescentes que escuchaban bajo las sábanas—. Estáis escuchando "La Playlist del Yeyo", el único refugio que os queda. Sé que la Marina Real está ahí fuera. Veo sus luces entre la niebla. Quieren callarnos. Dicen que somos peligrosos porque no seguimos sus reglas.
Julian hizo una pausa dramática. El buque de guerra lanzó un destello de advertencia que iluminó la cabina brevemente, revelando las paredes cubiertas de pósters arrancados y listas de éxitos tachadas.
—Quieren que seáis ciudadanos ejemplares. Quieren que escuchéis música segura. Pero antes de que nos hundan —continuó Julian, posando la aguja sobre el surco con la delicadeza de un artificiero desactivando una bomba—, vamos a daros un banquete. El Beggars Banquet. Los Rolling Stones han vuelto. Y olvidad las flores y la psicodelia barata del año pasado. Olvidad la paz y el amor. El sueño hippie ha muerto. Esto... esto es sangre, barro y realidad.
El primer track no explotó; se deslizó como una serpiente. Sympathy For The Devil. Un ritmo de samba, tribal, hipnótico. Julian subió el volumen al máximo, haciendo que los medidores de aguja golpearan el rojo.
—Escuchad esto... —susurró Julian sobre la intro—. No son guitarras eléctricas. Son congas. Son gritos de la selva. Mick no está cantando sobre chicas; está canalizando al mismísimo Diablo.
La canción llenó la pequeña cabina. "Please allow me to introduce myself...".
Kat se acercó a la mesa de mezclas, con una botella de whisky medio vacía en la mano.
—Es hipnótico —dijo ella, cerrando los ojos y moviéndose despacio—. Es como si estuvieran invocando algo. Es... sofisticado pero primitivo.
—Es el fin de la inocencia, Kat —respondió Julian, fascinado—. Mira lo que hacen. Han cogido el blues, lo han mezclado con vudú y han creado una pista de baile para el infierno. El piano de Nicky Hopkins es lo único que mantiene la cordura ahí, mientras Jagger se pasea por la historia de la humanidad matando a los Kennedy y a los zares. Esto no es pop, es una declaración de guerra cultural.
El barco se inclinó violentamente. Un golpe metálico resonó en la cubierta exterior.
—Están intentando abordar —dijo Kat, mirando hacia la escotilla—. Tenemos que cortar la emisión.
—¡Ni hablar! —gritó Julian—. Si vamos a caer, caeremos con la mejor banda sonora posible.
Cambió de canción rápidamente. Necesitaban bajar las revoluciones, necesitaban despedirse. La aguja encontró el siguiente surco y una guitarra slide acústica, doliente y cristalina, cortó la tensión. No Expectations.
El sonido era puro, acústico, despojado de artificios.
—Escuchad esa guitarra —dijo Julian a sus oyentes invisibles, con la voz quebrada—. Ese es Brian Jones. Dicen que está acabado, que apenas puede tenerse en pie, pero escuchad... es su canto del cisne. Nunca ha tocado con tanta tristeza.
Kat se sentó en el suelo, abrazando sus rodillas.
—Es la resaca de la fiesta de los sesenta —murmuró—. Se acabaron los sueños. "Our love is like our music, it's here and then it's gone". Es precioso, Julian. Es la cosa más triste y real que han grabado.
—Es la vuelta a las raíces —añadió Julian al micro—. Sin pedales fuzz, sin distorsión. Solo country-blues puro. Están sentados en círculo, tocando como si estuvieran en un porche del Mississippi, no en un estudio de Londres.
De repente, la luz de la cabina parpadeó. El generador estaba fallando.
—¡Maldita sea! —Julian golpeó la mesa—. Necesitamos energía. ¡Necesitamos algo sucio!
Buscó en el disco frenéticamente. Lo encontró. Parachute Woman.
—¡Kat, sujeta la puerta! Les voy a dar algo que les revuelva las tripas a esos estirados de la Marina.
El sonido era denso, pantanoso. La batería de Charlie Watts sonaba como si estuviera golpeando cajas de cartón en una habitación húmeda.
—¿Lo oís? —rio Julian, con una risa maníaca—. Suena como una grabación de campo antigua. Jimmy Miller, el productor, es un genio. Ha hecho que los Stones suenen como una banda callejera otra vez. Hay eco, hay suciedad en la cinta. Es sexo, puro y duro. "Parachute Woman, land on me tonight...".
Kat se levantó y empujó un armario viejo contra la puerta. Los golpes al otro lado eran cada vez más fuertes.
—¡Abre en nombre de la Reina! —se oyó una voz amortiguada.
—¡Aquí la única reina es Mick Jagger! —gritó Kat, contagiada por la energía lasciva y pesada del blues que retumbaba en los altavoces.
—Esos graves... —comentó Julian, fascinado por la técnica—. Han saturado la cinta a propósito. Quieren que suene roto. Es la antítesis de los Beatles. Es imperfección gloriosa.
La puerta crujió. Una astilla de madera saltó por los aires.
—Se acaba el tiempo, Julian.
—Aún no. Aún nos queda el rompecabezas. Jigsaw Puzzle.
La canción comenzó con ese ritmo arrastrado, casi torpe, que se iba construyendo poco a poco.
—Aquí es donde Dylan se encuentra con el rock de bar —analizó Julian rápidamente para su audiencia, sabiendo que cada segundo contaba—. Jagger está escupiendo imágenes surrealistas. "Hay un vagabundo en mi puerta...". Todos somos vagabundos esta noche, amigos.
La guitarra slide de Richards chillaba como un gato en celo. La canción crecía, se volvía caótica, una jam session que parecía a punto de descarrilar pero que se mantenía unida por pura actitud.
—Fijaos en cómo la banda lucha entre sí —dijo Julian, sudando—. El bajo de Bill Wyman se pelea con el piano, la guitarra se cruza... es una anarquía musical que funciona perfectamente. Es el sonido de una sociedad que se desmorona, pieza a pieza.
¡CRACK! La puerta cedió unos centímetros. Una linterna potente barrió la oscuridad de la cabina, cegando a Kat momentáneamente.
—¡Están dentro! —gritó ella.
Julian agarró el micrófono con ambas manos.
—¡Escuchadme bien! Pueden quitarnos el transmisor, pueden hundir este barco, pero no pueden parar lo que está pasando en las calles. ¡No pueden parar el verano del 68!
Puso la siguiente pista. La guitarra acústica más agresiva de la historia comenzó a sonar.
—¡Esto es lo que temen! —rugió Julian mientras la canción explotaba—. ¡Escuchad esa distorsión! ¡Y no son eléctricas! Keith Richards grabó esto en una grabadora de casete barata y la saturó hasta que sonó como una bomba. Es rabia pura. Esto pasará a la historia, seguro. Street Fighting Man.
La canción era un himno de marcha, un llamado a la revuelta, pero con esa ambigüedad cínica típica de los Stones.
—"El momento es propicio para una revolución violenta" —citó Julian—. París está ardiendo, Londres está marchando, y nosotros estamos aquí, en medio del mar, poniendo la banda sonora. Este disco, Beggars Banquet, es el sonido de la calle golpeando las ventanas de los palacios.
Dos oficiales uniformados irrumpieron en la cabina, apartando los muebles destrozados. Kat se lanzó sobre uno de ellos para intentar frenarlo, pero fue apartada.
—¡Corten la corriente! —ordenó el oficial.
Julian sabía que le quedaban segundos. Tenía una carta más. Una canción que no estaba en el álbum, pero que era el alma de esa nueva era. El sencillo que lo había empezado todo unos meses atrás.
—¡Una última cosa! —gritó Julian, esquivando la mano del oficial que intentaba agarrar el brazo del tocadiscos—. ¡Podéis arrestarnos, pero esto es un gas!
Sacó un sencillo de 45 revoluciones de entre los otros discos y, con un movimiento rápido, lo lanzó al plato, empujando la aguja sin delicadeza.
El riff. EL RIFF. Jumpin Jack Flash.
Ese sonido que definía el rock and roll. Seco, directo, inmortal.
—¡I was born in a cross-fire hurricane! —cantó Julian a pleno pulmón, riéndose en la cara de la autoridad.
La música sonaba gloriosa, tapando los gritos de los oficiales, el ruido de la tormenta y el miedo. Era la afirmación de la vida frente a la represión. "It's all right now, in fact it's a gas!".
El oficial arrancó los cables. El sonido hizo un pop sordo y se desvaneció en un zumbido estático.
La luz roja de "ON AIR" se apagó.
Pero en la oscuridad repentina, con la lluvia golpeando el metal y el olor a equipo quemado, Julian y Kat sonrieron. Habían dado el banquete. Y nadie podría quitárselo ya a los miles de chicos que, en sus habitaciones, con la radio bajo la almohada, acababan de descubrir que el rock and roll había vuelto para salvar sus almas.
Para cuando la última nota se desvaneció en las radios clandestinas de aquel 1968, el sueño hippie ya había muerto de sobredosis. Las flores en el pelo se habían marchitado y la realidad golpeaba a la juventud con la fuerza de una porra policial en una manifestación. En ese contexto de Vietnam, de París ardiendo y de promesas rotas por un sistema caduco, Beggars Banquet no aterrizó simplemente como un disco más; fue un ladrillo sonoro arrojado contra el escaparate del "establishment" británico.
Mientras otros aún intentaban salvar el mundo con cánticos de paz, los Stones bajaron al barro del blues y el country para decirnos la verdad incómoda: que el diablo estaba entre nosotros, que la inocencia se había perdido y que la calle era el único campo de batalla que importaba. Para una generación asfixiada por la moral victoriana de sus padres y la hipocresía de la BBC, pinchar este álbum a todo volumen no era un acto de ocio; era un acto de legítima defensa cultural. Era la confirmación de que no estaban equivocados por sentir rabia; estaban, simplemente, despiertos.
Epílogo y Reseña
Cuando Beggars Banquet, de los Rolling Stones, aterrizó finalmente en las estanterías el 6 de diciembre de 1968, lo hizo envuelto en una nube de polémica que ya presagiaba su contenido, pues su lanzamiento se había retrasado durante meses debido a una agria disputa entre la banda y su discográfica, Decca, que se negó rotundamente a publicar la portada original propuesta por el grupo, la cual mostraba un inodoro sucio de un taller mecánico repleto de grafitis, obligando a los Stones a conformarse con la famosa invitación blanca minimalista que imitaba una tarjeta de boda elegante, una ironía visual para esconder la suciedad sonora que aguardaba en los surcos. A pesar de llegar al mercado en la recta final del año y tener que competir directamente con el White Album de The Beatles, el disco fue un éxito comercial rotundo e inmediato, escalando hasta el puesto número 3 en las listas del Reino Unido y alcanzando un sólido número 5 en el Billboard 200 de Estados Unidos, donde con el tiempo sería certificado como disco de Platino al superar el millón de copias vendidas, consolidando la presencia de la banda en el mercado americano.
Sin embargo, más allá de las frías cifras, el verdadero triunfo del álbum fue su recepción crítica, que fue recibida como un suspiro de alivio por la prensa musical de la época; tras el experimento psicodélico y algo desenfocado de Their Satanic Majesties Request, la crítica aclamó este trabajo como un "regreso a la forma" magistral, elogiando la crudeza y la honestidad con la que Jagger y Richards abrazaban de nuevo el blues y el country, despojándose de pretensiones barrocas para bajar al barro de la música de raíces. Con el paso de las décadas, la valoración de Beggars Banquet no ha hecho más que crecer, siendo considerado hoy unánimemente como la piedra angular sobre la que se edificó la leyenda de "La Banda de Rock and Roll Más Grande del Mundo" y el inicio de su racha dorada inigualable —la famosa Big Four— junto a Let It Bleed, StickyFingers y Exile on Main St.. Es el disco que definió su identidad sonora definitiva gracias a la inestimable, y por primera vez presente, producción de Jimmy Miller, quien supo capturar como nadie el peligro, la sexualidad y la amenaza política que la banda destilaba, convirtiendo un puñado de canciones acústicas en un manifiesto generacional que, más de medio siglo después, sigue sonando tan peligroso y urgente como aquella noche en el mar del Norte.
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La Opinión del Yeyo
Ya he dicho en otras ocasiones que de los Rolling Stones, (a los cuales empecé a seguir de manera más decidida, a partir de los 90’s) solo escuchaba sus grandes éxitos, incluso me descargué el Forty Licks, un recopilatorio de principios del siglo XXI, que me encantó en cuanto salió, y lo quise tener, sin mas demora. Me lo grabé en un par de CD’s vírgenes, y aun los conservo. Eso no quiere decir que no hubiera escuchado nada antes. Había oído muchas de sus tremendas canciones, pero no les había dado la importancia que tienen, y que les empecé a dar después.
Pero a profundizar en su obra, de manera mas extensa e intensa, lo llevo haciendo desde entonces, desde ese Forty Licks, que me enamoró. Y cuando le tocó el turno a este Beggars Banquet, pues no podía ser de otra manera, me volvió loco. Desde el punto de vista histórico, he leído que entre el Between the Buttons, y este Beggars Banquet, hubo un pequeño flirteo con la psicodelia, que no fue a mayores, y rápidamente volvieron a lo que mas les caracteriza, este rock, tan brutal, tan primitivo, pero tan genial.
Este disco suena maravillosamente bien; la genialidad de Keith Richards, tocando esas guitarras, la acústica, y la afilada eléctrica, me recuerdan al viejo oeste, en muchas de sus canciones, es el auténtico country; no quiero dejar de destacar, No Expectations, donde el gran Brian Jones, se exhibió con su guitarra, dando lugar a uno de los momentos mas bonitos del álbum. De vez en cuando aparecen por ahí, distintas percusiones, o incluso un piano, que hace las delicias de mis oídos. Y finalmente destaco la voz inconfundible y sensacional de Mike Jagger, dando más lustre y brillo a todo el conjunto del álbum. Este es un sello de identidad de la banda.
Y como no, una de las canciones míticas del álbum, de los Rolling Stones, y de la década: Street Fighting Man. Un temazo, y de lo mejorcito que se puede escuchar en la historia del rock del siglo XX, y de la historia. No exagero ni un ápice, a mi personalmente esta canción me tiene loco. Esta y la que publicaron antes del Beggars Banquet, para promocionarlo: Jumpin Jack Flash, que para mí, son de lo mejorcito del rock de la historia. No quería dejarla aparte, pues no puede faltar en La Playlist del Yeyo. No entiendo porqué no está incluida en el álbum, habría tenido hueco seguro. Y habría hecho brillar más, si cabe, este discazo. Yo ahí lo dejo...
Podeis visitar la página de La Playlist del Yeyo, en la que están ubicados todos los videos colgados en el blog, a modo de playlist, incluidos los de los Rooling Stones, para que los disfruteis todos juntos, y en el orden que querais. También teneis una emisora con La Radio del Yeyo, que contiene los hits de las décadas de finales del siglo XX. Y si buscas una canción o un video que no está en La Playlist del Yeyo, lo puedes localizar en el Buscador del Yeyo, procurando especificar bien el video o canción que quieres localizar.
¡¡Hasta la próxima!!
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